El perro muerto

Ayer vi un perro moribundo tirado en la calle. 
Tenía las patas arqueadas, 
apenas sin carne,
que dejaba entrever unos podridos huesos. 
De la tripa le salían vísceras  que dibujaban en el suelo una grotesca obra de arte,
con las pinceladas de sangre de su cabeza 
y los gusanos que roían sus sesos esparcidos por el asfalto.  

Apenas se podía ver un perro; 
se trataba de una mancha carnosa deforme reventada en medio de la calle, 
y de la cual aun se le podían oír de su boca
unos últimos sollozos aferrándose a la vida, 
como su rastro de piel enganchándose en la carretera.  

Me sorprendió la reacción que tuve en ese instante: 
no pude evitar sonreír, 
amar a ese cadáver de vida destrozándose lentamente.  

Me di cuenta de algo asombroso 
solamente en ese momento de mi vida: 
que estaba enamorado de las cosas rotas,
aquellas que nunca se pueden ni podrán arreglar,
aquellas a las que ya prácticamente no les queda vida.  

Ayer me enamore de un perro muerto.  

Ayer me convertí en un narcisista.

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