Pensamientos - Apología de la apuesta propia

En todos los momentos trascendentales que una persona puede vivir a lo largo de su vida, hay unos pocos instantes en los que una sola decisión puede cambiar tanto su propia historia como toda la Historia. Cada opción que se presenta ante sus ojos puede albergar infinitas consecuencias, inalterables, inalienables e imposibles de enajenar del propio ser, que se entremezclen entre ellas o que sigan un curso desconocido separadas las unas de las otras, como peces subiendo por el caudal de un río sin fuente. Algunos de los resultados pueden ser tan favorables que la esencia de su procedencia pierde importancia a medida que crecen sus efectos, y tanto el propio elector como sus beneficiaros disfrutan de éstos sin preocupación; pero otros pueden conllevar adversidades tales que las personas las alejan de ellas en cuanto las persiguen, sin saber que están pegadas irremediablemente a ellas como la Luna a la Tierra, y giran a su alrededor hasta que ya no hay ni días ni noches ni nada sobre lo que rotar.

Pues, en esas circunstancias, teniendo la posibilidad de que una decisión pueda ser tanto positiva como negativa, tomarla se vuelve una cuestión seria, y la opción más plausible seria dejar la decisión a tomar sobre la mesa, cerrar los ojos y no aventurarse al peligro de la incertidumbre de saber si aquello que decidiste fue realmente lo correcto o al menos lo conveniente; crear ante el universo un vacío permanente de duda. Por ello me dispongo a defender la opción más complicada, la más arriesgada y la que requiere de mayor valor: la de decidir, la de formular ante el destino y ante las decisiones más trascendentales de la vida la mayor de las apuestas, una apuesta propia. 

Sin atender al lejano sonido de los cañones de campaña y los gritos de los soldados más allá de las colinas y haciendo caso omiso a las peticiones de sus subordinados de abandonar la persecución y reunirse con Napoleón, el Mariscal Grouchy, dejando de lado cualquier consideración a la duda,  tomó una decisión. Quizá no fue la más certera dadas las circunstancias, pero fue una decisión, y perseguir a los prusianos siguiendo estrictamente los designios del emperador se volvió la más racional de las opciones que podía escoger, aunque los pensamientos de éste último albergasen en ese instante otros deseos. Zweig tiene la particularidad de definir y dar sentido, esencia y, en definitiva, alma, a estos momentos en que las decisiones de una persona cambian su vida y el curso de la Historia. Igual que Erasmo, igual que Maria Estuardo, igual que Castellio – el más paradigmático, pues de poder no hacer nada lo hizo todo – igual que muchos personajes perdidos de la historia, igual que él mismo, todos ellos han contribuido de una u otra forma al devenir de los acontecimientos que se les pusieron delante, pero ninguno optó por no hacer nada, porque de ser así habrían renunciado a la responsabilidad que recaía sobre sus hombros, a la gravedad que, fuerza universal del cosmos, les habría acabado hundiendo. 

Pero no, en absoluto. El devenir de la historia universal se ha construido a través de las decisiones que hombres y mujeres han tomado, y aquellas que han trascendido a su propia existencia, las que en su esencia han sido las más importantes, han tenido la capacidad suficiente para cambiar su curso. No son meras cuestiones esotéricas, ni filosóficas ni abstractas. Forman parte de lo empírico y lo real. La duda, en cambio, es parte de lo inexistente, y en ella reside la demencia de las personas, porque solamente un loco o un idiota, como alguien que no responde a su naturaleza, seria capaz de abstenerse de un momento tan crucial.

La duda es una condición normal en las personas. Pero a diferencia de muchas otras, ésta es efímera, o al menos debe serlo, porque mientras se duda no se hace nada. Hay un vacío en la realidad que espera ser llenado con palabras o hechos. Por mucho que tarden, por mucho que aguarden mientras encuentras la opción correcta, el momento exacto y el modo adecuado, el vacío desea que algo ocupe su lugar, lo que sea, mientras la gravedad de la responsabilidad va cediendo sus pilares, convirtiéndoles en dementes. Por lo tanto, mi argumentario no trata en absoluto del hecho de “no hacer nada”, porque esto ya forma parte de una decisión. Mis argumentos se enfocan directamente en el “no hacer nada ante la duda”, ante ese vacío en el cosmos, ante el enajenamiento de la responsabilidad última de las personas de optar a la resolución o no de una cuestión planteada.

Quizá por los tiempos en los que la vida gotea y encharca el suelo por el que pisamos, las personas que deberían apartar la duda de ellas se aferran a su existencia como un moribundo a la vida, y aquellas que deberían estar más cuerdas parecen ser las que más renuncian a su naturaleza. Locos. Dementes. Que sin darse cuenta – pues nadie que respondiera a su ser lo permitiría – han dejado paso a que los que toman las decisiones sean los que más incorrectas, injustas e ilegítimas las formulan. La abstención a la decisión, la incertidumbre ante los tiempos de cambios tan fugaces, han transformado a aquellas personas virtuosas en fantasmas de la realidad, a quienes las circunstancias parecen traspasarles sin saber a qué, cómo y cuándo reaccionar. Por ello es necesario un cambio. Un salto hacia adelante. Un montón de tierra que tape el agujero de vacío que debería llenarse con respuestas y no con debates de etérea pretensión. Se requiere de una apuesta, una apuesta propia, que ante las circunstancias más trascendentales de la vida y de la historia no es sino la más virtuosa y valerosa de las decisiones.

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