El faro de los sueños perdidos

Cada noche, cuando todas las luces de la villa desaparecían y la oscuridad gobernaba las solitarias calles, sus transeúntes abandonaban las aceras y solo los gatos errantes vagaban sin rumbo escondiéndose en la penumbra, siempre había una luminosidad que permanecía impasible e inquebrantable a la prominente noche. Sobre los acantilados que rodeaban el pueblo, el faro alumbraba con una fervorosa luz el nebuloso horizonte. Cada anochecer, cuando el sol empezaba a ponerse, el farero, cuyo nombre habían olvidado incluso los más ancianos de la villa, subía a lo más alto de la estructura de piedra y se aseguraba de que el foco permaneciese en perfecto funcionamiento. Luego, lentamente, se arrimaba a la barandilla y observaba el chocar de las olas sobre las rocas mientras consumía poco a poco un pequeño cigarrillo recién prensado. El humo se disipaba con el viento, y la humedad del aire y la sal del mar se pegaban a su curtida piel anciana. Allí, observando el basto océano, repetía en su mente las palabras que aquel capitán le dijo antes de que su navío zarpase.

No sabemos si vamos a volver, esas cosas se las dejo a la voluntad del mar. Prefiero pensar que seguiremos aquí para cuando nos hayamos ido.

Los años, la única de las verdades que no perdona, transcurrieron desde que aquella frase fue mencionada por parte de aquel hombre moreno de profunda barba negra y cuyos ojos vidriosos denotaban una profunda ceguera. El farero, que por aquel tiempo tan solo era un muchacho cuyo interés se centraba en frecuentar el puerto de la villa y observar a los marineros, había encontrado en ese hombre una cierta simpatía. Muchas veces se apeaba en el muelle y el hombre aparecía por sorpresa, andando despacio con la ayuda de un bastón. No recordaba la primera vez que entablaron una conversación, pero sí el momento en el que le dijo que abriese su mano y la dejase quieta para reposar en ella una enorme moneda dorada.
            
Es oro inglés. A esto algunos le llaman tesoro, pero me gustaría que te lo quedaras para que siempre recuerdes que, en verdad, no lo es.

El capitán miraba los barcos entrar en la bahía y señalaba el faro con entusiasmo mencionando que, aunque no lo pudiese ver, sabía que seguiría allí para guiarles de vuelta a casa. La estima del joven que después fue farero por ese capitán creció cuando el ciego marino dejó de tratarle como un chico corriente y pasó a convertirse en alguien con quien el capitán podía confiar. Un día le preguntó porqué hacía tanto tiempo que no zarpaban.

Porqué nada nos espera en el mar y tampoco sabemos qué podemos ir a buscar.

Pero el mar nunca espera a nadie. Y el capitán parecía seguir soñando en cruzar las olas a bordo del bergantín que gobernaba desde hacía tantos años. El horizonte que vislumbraba a través de la oscuridad de sus pupilas susurraba a su oído la voluntad que tiene el navegante de cruzar los mares otra vez. Como un recuerdo, una esperanza, o ambas cosas, saber que tras el cielo y el agua algo o alguien les espera. 
Al amanecer, el capitán armó el navío y su tripulación embarcó a bordo junto con enormes cajas de suministros. El muchacho saltó al embarcadero, esperando que el capitán le diese la oportunidad de enrolarse como uno de sus tripulantes, pero la voluntad del ciego marinero fue contundente, pues nunca se sabe si en los largos viajes de ida habrá otro de vuelta. Someter al joven a tal incertidumbre era una cosa que no podía permitirse, así que decidió otorgarle el mayor de los regales que podía hacerle, un recuerdo. Y aunque el sueño del muchacho, desde el momento en que conoció al capitán, fue navegar los mares junto a él, aceptó su proposición, no sin antes correr por encima de las afiladas rocas que se apuntalaban bajo las paredes de roca gris, apearse en los peldaños esculpidos por el viento y la espuma y ascender por el camino del acantilado al Faro de la villa. 

Allí arriba, viendo la inmensidad del mundo a sus pies, observó como el navío del ciego capitán arriaba las velas que capturaban el viento y lo usaban para que el bergantín saliera de la bahía y, dejando un rastro sobre las olas, navegase dirección al horizonte mientras él giraba el faro para que supiesen que estaría allí para guiarles de vuelta. Y el muchacho, apoyado en la barandilla, adquirió su ancianidad, bendiciendo los días claros y maldiciendo las noches de tormenta y esperando pacientemente que un navío como el del ciego capitán amarrase de nuevo en el muelle del puerto.

Pero en aquel anochecer, tras años de ininterrumpida vigía, el faro se apagó. El único fulgor que permaneció en la bahía fue la combustión del cigarrillo del anciano farero, cuya esperanza acababa de apagarse como la luz del foco que tantos años había estado guardando. Un instante en el que su ancianidad le recordó que la esperanza es lo último que se pierde, pero que en algún momento ésta también se irá, como el velero bergantín en el que siempre se quiso enrolar y al que tanto tiempo estuvo esperando, extraviado en la inmensidad del cielo y del mar, como aquel sueño que tanto tiempo había invocado pero que, en aquel momento en el que todo se volvió oscuridad, supo que jamás se cumpliría aunque, como el capitán quiso, permaneciese en el recuerdo del muchacho: pensar que seguiremos aquí cuando nos hayamos ido; un recuerdo que esperaba junto a un foco sin luz, en un anciano sin esperanza, abandonado en el faro de los sueños perdidos. 

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