Camino al sur

Desde que te besé aquella vez,
en ese bar que nunca conocimos hasta aquella noche
                  -como nosotros dos-
quise viajar contigo al sur.

Como un ave que huye de los climas fríos
y recorre los quilómetros que haga falta,
de la misma forma que me acerco a tan solo unos centímetros de tus labios,
tuve mi curiosidad por descubrir aquellos sitios 
que, de tanto tiempo sin visitarlos o sentirlos,
parecía como si los hubiera olvidado.

El sur tiene su encanto;
tu misma me lo dices 
mientras frotas mi pelo 
como si de una tormenta en el camino se tratara,
aprietas mi rostro contra tu pecho
creándote tu misma una geografía de dunas,
y me guías con tus dedos al único oasis al que te gustaría que llegara.

Y yo tengo mucha sed,
y tu eres un pantano a punto de desbordarse.

No hay perdida cuando se trata de seguir los instintos,
ni siquiera cuando me entretengo
en los valles finos de tu vientre
y mis dedos se acercan a tu boca mientras te susurro,
como un soplido de viento,
que somos los amantes de una película romántica americana:
deberemos mantener un complicado silencio
si no queremos que nos descubran.

Solamente decidimos viajar en el camino que mas nos gusta,
el que no se recorre con piernas
sino con las yemas de los dedos,
en el que no hay huellas
pero si las marcas de mis labios
sobre tu piel.
No hay brújula que me dirija al sur, ni mapa que me lo indique,
pero cuando llegue al final del trayecto
y ya no puedas ni mirarme,
                  - tus sacudidas me impiden andar más –
sabrás por tus manos y tu boca gritando al techo
que nunca sopla frío cuando estoy en el sur,
por eso esta ave
habrá llegado a su destino.

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