La biblioteca



En los lugares más recónditos de las geografías nacionales, en los sitios más extremos de la tierra, los mitos y leyendas parecen residir en el mismo corazón de la tradición cultural de sus gentes. Se enroscan como enredaderas en los muros de sus conciencias y, de pronto, brotan los frutos de las historias más bellas que aún se cuentan hoy en día. Cuando se propagan de oído a oído, su primera veracidad se va diluyendo, convirtiéndose así en un cuento mágico que habita entre lo real y lo fantástico, que no es sino que otra realidad, sólo que más cierta por quien la explica.

Los habitantes de Belléjar no se sorprendieron la primera vez que vieron llegar La Misión a su villa. En los parajes desolados de la campiña, los pobladores de esas tierras pasaban los días esperando el mañana como quien ve transcurrir los días totalmente enajenados del tiempo y el espacio. A pesar de que ninguno de ellos tenía suficiente conocimiento como para leer o escribir, sabían que en la villa la luna se solapaba con el sol del anochecer y el atardecer, eternamente ajenos al transcurrir de los días, las horas y los minutos. Conocían las rocas que se dispersaban sobre la tierra baldía, y que si las soplabas con fuerza cantaban canciones milenarias; los mares de árboles solitarios, como encallados sobre la arena, vigilaban y advertían a los más agudos transeúntes que se atrevían a aventurarse por aquellas tierras. Sus habitantes, curtidos por la naturaleza, aborrecían los sucesos inesperados, pues no les encontraban sentido ni emoción al no convertirse éstos en parte de sus vidas. “Es algo que pasará, no hay que darle importancia” decían los más ancianos cuando veían una nube atravesar el cielo de Las Hurdes mientras se balanceaban sobre su silla en el porche y las moscas les carcomían los estragos del vacío del tiempo. En Belléjar, lo insólito pasaba desapercibido, ni se notaba. Simplemente quedaba en una anécdota que se perdía entre la costumbre y el polvo.

Por eso, Federico miró la extraña caravana desde la distancia con ojos caídos y el estómago vacío de semanas. Acurrucado en una piedra, escuchó las ruedas del coche tirado por la mula más fuerte y altiva que jamás había visto. Siguió observando y vislumbró otro de esos animales, y al menos una docena de pies que se habían parado ante él. Pero ni se inmutó. Siguió observando sin ningún tipo de consternación, con los ojos pegajosos de la suciedad y el sudor provocado por el intenso sol del mediodía cayendo por su frente. Todos ellos estaban limpios y pulidos, como si no hubiesen pisado el árido suelo del camino en todo el viaje, solamente para saludarle con un ligero gesto con la mano. “Disculpa muchacho ¿Es este lugar la Villa de Belléjar?” Preguntó el más adelantado, aunque sin obtener respuesta por su parte. Federico estaba más concentrado en la enorme pila, como si de una brillante fogata se tratara, de objetos tan insólitos que los viajeros llevaban en el carro más atrasado. El muchacho se sorprendió, tanto de aquellos objetos como de sí mismo, pues notaba dentro de él una sensación que jamás había experimentado hasta la fecha.

“¿Qué son?” Preguntó Federico, quién no pudo contener su natural curiosidad juvenil. Los viajeros se giraron y uno de ellos recogió uno de los objetos, acercándoselo posteriormente. Al principio, aún tendido en el suelo, Federico lo sujetó con sumo cuidado y lo observó y tocó y lamió cada parte de ese objeto rectangular. Su instinto le pudo el darle un ligero mordisco, a lo que le siguió un estirón y que le arrebatasen aquel objeto de mal sabor y áspero tacto en la boca, diciéndole después que se podía devorar, pequeño, pero de otra manera, que la única forma de comer un objeto como ese era abriéndolo y saboreándolo con la mirada, pues eso que tenían entre las manos se llamaban “libros”, y a diferencia de la comida, que alimentaba el estómago, los libros alimentaban el alma.

Federico volvió a su casa portando una pieza de pan en una mano y uno de esos objetos llamados libros en el otro, con la sensación ligeramente emocionada de que quizá aquello que para él había sido nuevo y, aparentemente, indigno de su sorpresa, hubiese tenido ese efecto en él. El abuelo, sentado en el porche de madera rústica como el color de su piel, observando los insectos que atravesaban el jardín, apenas prestó atención a los jubilosos saltos de su nieto, ni a los objetos que llevaba en su mano aunque se tratasen de la comida, una hogaza de pan, que en su familia no abundaba y de un peculiar objeto rectangular, ni en la caravana que se había parado al otro lado del camino, en un descampado de arena y piedras amontonadas que pretendían ser una precaria calzada que a su vez hacía de plaza del pueblo. Federico observó desde la ventana de su casa las blancas mejillas de los viajeros y sus oscuros atuendos, los extraños instrumentos tan insólitos que llevaban en sus manos y los cientos de libros acumulados en una de las carretas. “¡Mira mamá!” Espetó el muchacho “parece que se van a quedar”, pero su madre no respondió a los estímulos de su hijo, y simplemente le acarició la cabeza y le dijo que no les hiciera demasiado caso, que no valía la pena esperar nada de algo que pronto desaparecería, como cualquier cosa que sucedía en Belléjar. Y los misioneros, como se hicieron llamar al presentarse en el pueblo, permanecieron allí un par de días, pero como había dicho su madre, Federico vio como al tercero recogían las cosas y se iban, huérfanos de atención y víctimas de la soledad y la apatía del más extremo y sombrío paraje de las Hurdes.

La segunda vez que vinieron, pasados unos meses, los misioneros se dispusieron, como ya hicieron la primera, en la plaza del pueblo. Pero a diferencia de ésta los ciudadanos abrieron los pestillos de sus casas y recogieron las cortinas de sus ventanas, desempolvaron las tablas de madera y las bisagras de los portones de sus precarias viviendas y pusieron el ojo en la ranuras de las llaves para que la luz de la mañana, o del atardecer, entrase por sus ojos reflejando en ellos la consecución de transeúntes, más numerosos que los que eran meses atrás, y las carretas de madera barnizada, como las cruces que colgaban en cada una de las viviendas de la villa a las que se remitieron cada una de las personas que habían dejado sus quehaceres para asomarse a ver un evento que ya no parecía serles tan desconocido. Poco a poco se acercaron a los carromatos, y Federico fue el primero que saltó en uno de ellos para agarrarse fuertemente a cualquiera de esos libros que tanto había ansiado volver a sostener en sus brazos hasta entonces. “¿Acabaste el que te presté?” Preguntó uno de los misioneros, quién Federico recordó como el joven de sotana y cuerpo altivo que le acercó aquel objeto desconocido hasta entonces para él, pero que tampoco había abierto puesto que carecía de los conocimientos necesarios para que le sirviera su uso, y sorprendido el misionero de aquel hecho cogió el primer palo que encontró por la calzada, si se le podía llamar así, e hizo que el niño escribiera su nombre en un denso barrizal cercano, explicándole cada una de las letras que se iban plasmando en el suelo hasta que quedó grabado en la tierra de Belléjar ‘Antonio Urriate’ para la posteridad de los siguientes días.

Belléjar dejó de detenerse durante el período en que aquellos misioneros se estacionaron en el pueblo, como si el día y la noche volvieran a cruzar el cielo siguiendo un recorrido que hasta la fecha les había sido completamente desconocido. Aunque con reservas, los ciudadanos se aproximaron y intercambiaron breves palabras. Les contaron que eran pedagogos, y aunque no entendieron el término decidieron seguir llamándoles misioneros. Por las mañanas se paseaban por el pueblo bajo la sonrisa que les caracterizaba. Antonio, que pareció ser el más envalentonado, se acercaba a saludar a los habitantes de la villa y les contaba cosas del mundo, fuera de los grises árboles y los bosques profundos y la tierra baldía de las Hurdes. Les contaron que una tal República gobernaba en el país, pero a los habitantes de Belléjar les dio igual si reinaba un rey, esa tal república o si allá fuera el poder se desvanecía en el vacío, todo ello mientras el pueblo permaneciese ajeno a las cuestiones mundanas. Pero Federico se interesó por todas las palabras que transportaban los misioneros. Antonio aseguró que eran contrabandistas de ideas, trenes de pensamiento, y que en el mundo, más allá de los montes que rodeaban la villa, había un océano de conocimiento que ellos llevaban allí donde las olas no mojaban la arena del saber. Y Federico escuchaba atentamente, y empezó a leer con cautela los libros que Antonio le prestaba, los primeros lentamente y luego tan veloz que el carro se vació y la caravana tuvo que marcharse para reponer sus existencias, y cuando volvieron dos meses después trajeron con ellos una compañía de teatro y cada noche del Domingo representaban una obra diferente que ensayaban durante toda la semana, y el tiempo corrió y corrió a través de las palabras que Federico leía en los libros amontonados en enromes pilas en su casa que su abuelo tuvo que abandonar el porche y colocarse junto a las piedras del jardín, que ya no le contaban historias pues Federico ya hacía su labor, y los pensamientos, ideas y las ilusiones, una forma de esperanza que nunca antes había estado en el pueblo, apareció en los corazones de cada uno de los habitantes de Belléjar.

Con los conocimientos adquiridos, empezaron a cultivar los campos y la tierra, construyeron casas nuevas y se las ingeniaron para que la poca agua de la geografía fuese distribuida por todo el pueblo a través de canales que los propios misioneros habían ayudado a construir. Se hizo una escuela en que los chavales mes pequeños asistían asiduamente durante los primeros cinco días de la semana y por la tarde se hacían talleres de deporte. Belléjar rebosaba una vida nunca antes percibida.

El tiempo afectó a la población, y el abuelo de Federico murió al año con una mano en la valla del porche y otra escuchando los últimos sonidos de las piedras. Lo enterraron sobre la roca más hermosa y perfilada que encontraron y le embalsamaron junto a la silla en la que siempre se sentaba y observaba el tiempo detenido en aquel lugar mientras las moscas carcomían su piel chamuscada por el incansable sol, y aunque Federico lamentó la pérdida, supo que se había ido en el momento en que más vida había tenido el pueblo, como un reloj de arena puesto de pie de nuevo en el que los minúsculos y finos granos se deslizaban como el paso de la vida de un lado a otro, porque un reloj de arena que no está de pie es un reloj de arena estropeado, que pierde su utilidad.

Su madre, en cambio, se dejó llevar por la tormenta de verano que envolvía Belléjar de un aura de persistente novedad. Pronto siguió a Federico allí donde iba, no con afán de controlarlo, sino más bien de imitarlo. Cuando sostuvo en sus manos su primer libro y su hijo le enseñó las primeras letras, sintió como si una virtud la llenara por dentro y la despojara de cualquier atadura, de cualquier hierro candente sobre sus manos y sus piernas en contra de su voluntad. Y leyó tanto que las carretas empezaron a vaciarse de nuevo, y ya por el quinto viaje de los misioneros, Antonio Urriate trajo consigo al Ministro de Obras Públicas, un tal Indalecio que examinó minuciosamente la Villa, palmo a palmo, casa a casa, calle a calle, y decidió construir en un terreno colindante a la casa de Federico una Biblioteca, la más hermosa – aseguraron – de toda la región, con montañas de libros expuestos en inmensas estanterías que se alzarían como Babel por enormes paredes de piedra blanca, como una tabula rasa en la que Antonio esperaba escribir un pedacito de historia.

Federico y su madre siguieron leyendo, igual que el resto de habitantes de la villa de Belléjar, y las casas se hicieron más grandes y las gentes más alegres, el campo fue productivo y pronto descubrieron las capacidades fértiles de la tierra de Belléjar, en la que tras plantar cualquier semilla, de ésta salían las frutas con las propiedades más abundantes y los sabores más deliciosos del país. El hábito lector que crearon los misioneros, ya estacionados permanentemente en el pueblo, hizo que sus gentes se volvieran hábiles en el uso de la mente, y la fama del pueblo llegó a todos los rincones de la nación a través de las noticias que los misioneros pedagogos divulgaban a los cuatro vientos por todos los rincones que el horizonte podía abarcar, y pronto llegó el ferrocarril, con una estación en la que aparecían una veintena de trenes diarios con personas y bienes de todos los tipos y con ellos escritores, poetas y otros intelectuales desde Madrid, Barcelona e incluso Nueva York, haciendo crecer la villa de una forma inimaginable, y los frutos de la tierra dieron alimentos que se convertían en piedras preciosas y oro y plata y de los árboles brotaban pétalos de azúcar y miel y las piedras eran sal y ya no se reconocía la pausa porque el tiempo corría y corría y corría sin parar.

Los años seguían y la biblioteca crecía por cada día que pasaba. Los carromatos dieron paso a modernos coches y montañas de libros venían de la capital y de la costa para llenar los armarios de los hogares y las estanterías de la biblioteca. La madre de Federico empezó a mirar por la ventana con sus propios ojos y su fuerza la siguió con la voluntad de coordinar la catalogación de los bienes que llegaban a Belléjar, ayudada por muchos de sus habitantes que se volcaron en la obra y archivaron todos los documentos en el sótano de su casa. Federico pasó largas horas con Antonio, tantas que no solo pudo leer los libros más difíciles que le prestaba, sino que también desarrolló la habilidad de leer sus rasgos y sus expresiones en el rostro, cada día más agravadas por pensamientos que Federico solo podía intuir. Leyó sus gestos cada vez más pesados, su voz, que cada día se volvía más entrecortada, y sus ojos, que se perdían en la inmensidad de de la playa de los pensamientos bajo una noche sin luna ni estrellas ni luz.

Un tarde cualquiera Antonio cogió a Federico por los hombros y dijo que escondiera todos los libros que poseía y que los llenara con todas las piedras que pudiese conseguir, que quemaran los árboles más bonitos y sembraran con la sal de las piedras los campos de frutas preciosas y oro y plata, le vistió con los ropajes más harapientos que encontró y lo ensució con barro. Federico, consternado, vio como los misioneros cogían enormes sacos y embadurnaban la tierra con el polvo blanco y picaban las paredes de la biblioteca – aunque sus muros eran tan fuertes que solo pudieron hacerle unos rasguños – quemaron el edificio de su destacamento mientras destruían las vías del ferrocarril, y Belléjar se llenó de una espiritualidad olvidada y oscura. Antes de irse, Antonio arropó a Federico con su túnica y le dijo que cuando volvieran reconstruirían Belléjar piedra a piedra, roca a roca, tierra a tierra, y aunque Federico le creyese en un principio volvió su mirada a su alrededor y pensó que ya habían devuelto a Belléjar a su estado natural, que ya la habían reconstruido. Dejó un buzón en el que cada 27 días llegaría una carta para que supieran de los misioneros pedagogos, y rápidamente se subieron a los automóviles, carros y carretas y abandonaron la villa, dejando tras de sí consternación y un olvido que el horizonte devolvía con el sonido de las balas y las explosiones más sombrías.

Los soldados pasaron una sola vez. Nunca más volvieron. Pero con el sentimiento de rencor y abandono de los habitantes de Belléjar presente en su mente y alma, el tiempo se fue torciendo a la vez que el reloj de arena se inclinaba de nuevo en la posición horizontal, y el océano se secaba y la playa del pensamiento se volvía un paraje desolador, baldío y muerto. Las primeras cartas que llegaron retrasaron el efecto que empezaba a brotar en el corazón de los habitantes de Belléjar, y en ellas se explicaban historias de como los misioneros llegaban a los campos de la muerte portando ya no libros sino rifles, ya no ideas sino balas, y sus carromatos fueron transformados en cañones movibles y muchos de ellos acabaron embarcándose en barcazas de madera sobre un río de mito, como Caronte les arrastraba poderosamente a la destrucción. Pero eran noticias de ellos, era la prueba de que algún día volverían al pueblo para acabar su labor, y Antonio siempre escribía y escribía para que no se olvidaran de ellos, pero su rastro se fue perdiendo en el vacío del tiempo y sus cartas resultaron decaer en vaga frecuencia poco antes de que cesaran y llegase a los pocos meses una esquela de defunción en un periódico local. Y Federico contempló como los habitantes de Belléjar regresaban a las sombras de sus puertas de madera sucia y se encerraban a sí mismos o se tiraban sobre las piedras que contaban historias sobre caer dos veces en un mismo lugar, sin esperanza ni tiempo al que dedicarle tiempo. Y su madre. Su madre encontró una silla de madera que colocó en el porche de la casa, como una nueva costumbre enajenada de la sorpresa, de lo insólito, de lo nuevo, y esperó con la mirada puesta en el día que nunca acababa ni empezaba; simplemente estaba allí, mientras las moscas le carcomían la piel y el corazón.

Federico bajó las escaleras que llevaban al sótano de la casa buscando cualquier lugar en el que dormir en la más profunda ausencia vida, pero allí encontró los catálogos que su madre había elaborado meses atrás, y al otro lado de una puerta atascada por el olvido redescubrió para su sorpresa las montañas de incontables libros, volúmenes, periódicos, cartas, ensayos y recortes que Federico había escondido cuando Antonio se lo ordenó. Y todos ellos con su número de identificación, su localización y su autor y año puestos en el lomo. Y la virtud pudo con él, la marea subió del lugar más recóndito de dónde se pudiese haber escondido y subió todos aquellos libros del sótano a las habitaciones, al salón, a la cocina, al porche y al jardín porque no había espacio para tantos volúmenes, y poco a poco los arrastró a todos ellos al lugar donde debían permanecer.


Consiguió llenar la biblioteca con cada uno de los tomos que había recogido, en cada sección y estantería, perfectamente clasificados con sus correspondientes catalogaciones, y acabó por pulir los muros con argamasa y pintó las estanterías de cal y las fijó con clavos y tornillos y abrió las puertas de la biblioteca dejando que un aire fresco saliera y entrase en Belléjar como una aura de recuerdo y hábito perdido. Regresó a su casa y encontró a su madre con los ojos puestos en la nada, pero parpadeando y con las moscas huyendo de su cabeza lejos, donde no las pudiesen encontrar, y Federico se acercó a ella y le dijo que no importaba cuánto tardase, cómo lo hiciese o dónde, pero que Belléjar se recuperaría, que volverían a salir sus gentes a andar por la calzada y a sonreír al día que atravesaba el cielo y a celebrar la noche que la Luna iluminaba, y que de nuevo crecerían árboles con pétalos de azúcar y miel y que de la tierra brotarían frutos de piedras preciosas y oro y plata y el ferrocarril inundaría de gentes, bienes e ideas la playa del pensamiento que una vez fue, porque “quiero ser misionero mamá, porqué es lo que quiero ser en esta vida y en la otra, y en la siguiente y en todas ellas”. Y su madre sonrió, porqué pareció por un largo instante que el reloj de arena se colocaba de nuevo de pie, evocando a una bella historia, un cuento mágico que habita entre lo real y lo fantástico de aquellas paredes blancas, de aquellas estanterías, de aquellos libros, que no son sino que otra realidad, solo que más verdadera.

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