Pensamientos - libertos en la tierra baldía

Desde los más lejanos albores de la historia, en el momento en que la humanidad empezó a tomar consciencia de sí misma y miró a su alrededor para contemplar la basta naturaleza que se alzaba ante ella, las personas hemos tenido una fuerte atracción hacia una actitud, una situación o una práctica que aún hoy en día es difícil de expresar. Para poder identificar aquella sensación que tanto parecía formar parte de nosotros mismos, aún desconociendo de qué se trataba, le pusimos un nombre y la bautizamos como “libertad”. Es interesante mencionar que a lo largo del recorrido filosófico reciente y antiguo muchos pensadores han intentado llegar a una conclusión acerca de la propia naturaleza de la libertad, en ocasiones argumentando sobre ellos mismos y en muchas otras refutándose. Por mi parte, me propongo intentar definir qué es realmente la libertad, por qué nos sentimos tan atraídos hacia ella y, por encima de todo, si es posible alcanzarla.

El desierto, por el que tanta simpatía tengo, es el lugar en el que la naturaleza desarrolla las mayores condiciones para que la libertad aparezca. Pero ésta no es más que una realización estrictamente humana –sin conciencia propia no puede haber libertad –así que es necesario que, en dicho desierto, un transeúnte perdido vague por en medio de la tierra baldía sin rumbo y sin tiempo. De la misma forma que el viajero vaga por las dunas arrastrando los pies, plasmando en la arena las huellas de sus pasos bajo el sofocante calor, las personas deambulamos por la vida sin un rumbo aparente. En un primer estado de inconsciencia, observamos el horizonte y avanzamos hacia ninguna parte, pues no hay destino al que llegar ni nadie que nos aguarde en ningun sitio. Somos, en el principio de la inconsciencia humana, unos errantes perdidos perpetuos sostenidos gracias a nuestras capacidades físicas. Pero en el desierto no todo son penurias, aunque lo pueda parecer. La belleza que desprende su existencia –como la vida misma –hace que no decaigamos y sigamos andando, incluso en la noche estrellada, cuando se pone el sol, que es el momento más bello que el desierto puede otorgar.

Hay un momento que la inmensidad del desierto deviene a una situación en que la conciencia de las personas despierta, y es cuando sale nuestro propio ser, el que define a las personas como egoístas y racionales. No hay que tomárselo como una circunstancia negativa: en el momento en que los víveres del transeúnte empiezan a escasear, ser egoístas y racionales, optar por aquello que más nos beneficia e intentando al mismo tiempo ahorrar costes, nos ayuda a sobrevivir. Es en ese instante en el que requerimos de supervivencia, en el que necesitamos mantenernos con vida, que aflora el más grande de los movimientos humanos: los deseos. Y es, con la aparición de los deseos, que aparece también la existencia y el ejercicio de la libertad.

Las personas estamos condicionados por circunstancias innatas con las que nos movemos: las condiciones físicas y materiales bajo las que hemos nacidos. No tendrá el mismo empuje un viajero enfermizo y débil que otro sano y fuerte, o una persona que dispone de más víveres que otra, una cuyos sentidos la ayuden a percibir la existencia de depredadores y otra carente de vista, o uno que disponga de un caballo y heno para recorrer el desierto a más velocidad que andando. La propiedad y su adquisición son primordiales para entender el egoísmo y la racionalidad de los individuos, pero no es el detonante de la existencia de estas dos condiciones. El detonante es realmente la propia naturaleza en la que nos vemos envueltos, y que condiciona la creación de las relaciones humanas y su desarrollo históricamente primario –es decir, las primeras relaciones y su posterior desarrollo inmediato –, incluida la propiedad. Es por ello que, a lo largo de la historia, las civilizaciones se han desarrollado de distinto modo y en diferentes tempos: no por la propiedad en sí ni por el desarrollo de las relaciones humanas, sino por la naturaleza en la que los individuos se exponían y estaban envueltos. La naturaleza es igual para todos, su composición varía en el espacio y el tiempo, y es eso lo que más nos diferencia. 

Las condiciones físicas y materiales, junto con el egoísmo y la racionalidad como condiciones creadas a partir de la existencia de la naturaleza que moldea las relaciones sociales primarias y la existencia o no de propiedad, deriva en una situación en que la propia naturaleza deja de ser inmutable. Las condiciones primarias humanas dan paso a las condiciones secundarias humanas, en las que las personas, de forma individual o colectiva, somos capaces de moldear la naturaleza a nuestra propia voluntad. En el desierto, el viajero perdido percibe que puede materializar sombras para protegerse del ardiente sol allí donde nos las había, creando una sombrilla, o teniendo la capacidad de cazar alimento mediante la elaboración de una lanza con una roca y un palo. Los individuos podemos someter parte de la naturaleza a nuestra voluntad.

Y e allí cuando aparece la libertad. Es en el instante en que la naturaleza deja de ser una basta extensión a la que sometemos nuestras condiciones primarias cuando los deseos se abren en su máximo esplendor. Empezamos a desear cosas que no son solo para sobrevivir –como crear una lanza o una sombrilla, disponer de agua o alimento –sino que son para mejorar nuestro propio bienestar –ya no queremos dormir en el suelo arenoso, sino en una cómoda cama dentro de una caliente tienda resguardada de la fría noche del desierto –y que están condicionadas por nuestras condiciones físicas y materiales. La intención de desear deja de ser la de sobrevivir, sino la de una más humana y elevada: la autorrealización.

Desde nacimiento, nuestros deseos, que recordemos provienen del egoísmo y la racionalidad, están condicionados por las características innatas. Las expectativas de futuro no son las mismas para todas las personas pues los individuos son física y materialmente diferentes entre ellos. Incluso las relaciones sociales, que ya han dejado de estar en manos de la naturaleza y son propias única y exclusivamente de la voluntad humana, condicionan los deseos y las expectativas de vida.

Pero de todas las expectativas de vida, hay una que está por encima de todas. Aquella meta alcanzable en la que más arriba, no hay nada. Un deseo tan elevado que, al realizarlo, los demás deseos parecen insípidos y faltos de esfuerzo. Y éste es el “deseo único”, última meta de la realización humana que lleva directamente a la libertad de los individuos bajo este sencillo pretexto: si no hay ningún deseo más allá del “deseo único”, diferente para todos los individuos, su realización implica haber superado todas las restricciones y adversidades, moldeado la naturaleza y las relaciones sociales a tu completa voluntad y dominado las condiciones físicas y materiales a tu favor. Cualquier deseo es realizable después de lograr el “deseo único”, pues todos están debajo de él y, por lo tanto, su dificultad ya no es equiparable ni superior. La libertad es tanto actividad –definición positiva clásica, vinculada a los filósofos greco-romanos –cómo ausencia de restricciones al movimiento –definición negativa moderna, vinculada a filósofos de la modernidad como Hobbes o John Locke -.

El transeúnte del desierto tendrá deseos menores de supervivencia, deseos elevados de autorrealización y bienestar y un “deseo único” que hará que el resto de deseos parezcan diminutos frente a él: encontrar el oasis, cumbre de todas sus aspiraciones vitales y meta difinitiva del arduo viaje. A qué tipo de oasis se quiera llegar dependerá de sus condiciones innatas, de sus relaciones sociales y de su capacidad para moldear la naturaleza. Aunque, como la vida misma, el desierto seguirá manteniendo su existencia alrededor de los individuos andantes, extendiéndose por las bastas arenas infinitas mientras, rastreando el camino al oasis escondido en el horizonte, marcamos las huellas de la vida sobre las dunas.

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