Una historia del recuerdo

Desperté pasada la medianoche. La tenue luz de una farola atravesaba la ventana desde la calle tan tímidamente como los grillos se paseaban por el césped del jardín. En invierno apenas había tiempo para percibirlos, igual que el tacto del viento balanceando las ramas más escondidas de las copas de los árboles. Quedé pensativo, con los ojos entreabiertos, mirando al techo de la habitación, con la humilde compañía que otorgan los pensamientos más fugaces de la noche. Sentí, de repente, bajo el interior más profundo de cualquier parte, el ligero sonido melódico de la canción más bella que jamás había oído. No era apenas perceptible para los oídos de las personas, pero noté cada pequeña vocecilla carente de mundanidad, pues en la tierra no se había escuchado nada igual. Se tambaleaba poco a poco, dubitativo, luego bajaba y subía rápidamente, se quedaba quieto y pronto volvía a empezar. No quise moverme; decidí permanecer quieto para no asustar ninguna de las notas que parecían bailar alrededor de mi cuarto. La luz de la farola también escondió su luminosidad y los grillos, tan poco acostumbrados al frío, se amontonaron unos con otros para no perder ningún atisbo melódico y darse calor al mismo tiempo. El susurro del viento y las copas de los árboles empezaron a acompañar, como si de un coro se tratara, cada descenso, cada subida y cada vuelta que sonaba y sonaba a través de los segundos, los minutos y, por un momento, las horas que transcurrieron volando por encima del techo. La pintura se volvió color de tinta que goteaban las partituras que emitían desde la oscuridad, y cantaban también junto a esas bellas tonalidades. Un pequeño silbido que acabó en fugaz éxtasis de tambores, trompetas al cielo, una tormenta coral que se enroscó sobre si misma, desafiando el momento y el lugar, transformándose en aquello que cualquier persona quiere, aquello que más desea, pero que a veces ni ella misma sabe qué es. Pronto, el silbido se fue apagando, poco a poco, dejándose querer por todos los presentes, ahogándose sobre si mismo, para acabar en el silencio profundo de que había surgido.

Desperté pensando que había sido solo un sueño, aunque supongo que debe ser así como recordamos a las personas que amamos y que seguiremos amando toda la vida, a pesar de que ese silbido que las mantiene en nuestra mente se haga tan pequeño que solo es perceptible cuando soñamos.

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