El pozo de Belléjar
Lucía se disponía a salir de casa. Después de dejar
arreglada la cubertería y apilarla toda en los cajones de la cocina, cogió su
abrigo de tela rota y sus zapatos desgastados y salió por la puerta de la choza
donde vivía desde hacia quince años y recorrió el pequeño camino que separaba
la casa de la calle. Lo recorrió despacio, sin muchas ganas. Cuando llegó al final del sendero cogió el
cubo metálico que había apoyado sobre el muro de piedra, tan desgastado por el
paso de los años que el óxido había corroído prácticamente la totalidad de su
superficie y ya había empezado a invadir las zonas interiores, y salió del
jardín que, al igual que el cubo, también estaba destrozado, sucio y
desgastado. Cuándo salió miró al horizonte y vio el pueblo de Belléjar, a unos
pocos quilómetros de dónde ella se encontraba. Suspiró, y empezó a andar a un
paso moderado. El camino era arduo y duro. Las nevadas invernales de hacía unos
años habían erosionado el terreno, y la vegetación ya no se contentaba con sus
espacios verdes de praderas, campos y montaña seca, sino que había empezado a
invadir todos los rincones del camino que separaba el pueblo de la choza de
Lucía. Pero no era una vegetación sana. Las grandes nevadas no pudieron
mantener el agua en los manantiales mucho tiempo y la sequia que llegó después
los dejó prácticamente secos. Los campos cambiaron su color verde y dorado del
verano por uno marrón que duraba todo el año. A los ríos no les quedaba ni el
recuerdo de antaño, cuando los chicos del pueblo podían bañarse, nadar y montar
sus canoas de madera, y por los albores de mayo, los pescadores de toda la
comarca se acercaban al pueblo de Belléjar para realizar la pesca del salmón,
que precedería la pesca del cangrejo de río sureño. Los arboles se secaron e
incluso a veces se quemaron, y por todo el pueblo veían algunas veces cómo los
bomberos venían de los pueblos vecinos a sofocar el fuego. Después de unos
incidentes cómo ésos los bomberos dejaron de venir y, al final, la gente
decidió acostumbrarse, aunque ningún habitante de Belléjar perdió la esperanza
en tiempos mejores. Los primeros insensatos que intentaron marchar se dieron
cuenta de que la pobreza ya se los había comido y, a la hora de la verdad, no
tuvieron ni el valor ni el dinero cómo para encontrar en otras tierras una vida
mejor. Belléjar era, desde hacía tiempo, un pueblo decadente, pobre y,
sobretodo, triste.
Lucía, por su
parte, seguía andando los dos quilómetros y medio de camino. Su padre era la
única persona que podía llevar a Lucía al pueblo, ya que era el único
afortunado que había podido conservar el coche, pero estaba demasiado ocupado
en sus viajes de negocios y en sus escapadas al bar y al prostíbulo, creado
después de la sequía, dónde se gastaba, como muchos otros desgraciados, los
pocos ahorros que había conseguido entre su imaginario trabajo honrado y sus
trapicheos nocturnos, unas prioridades que habían sobrepasado su aparente amor
por su familia.
Lucía llegó a las primeras casas del pueblo. Siempre
intentaba pasar desapercibida. No quería que la conociesen dentro del pueblo y
que, mucho menos, la relacionaran con su padre, el cual ya había obtenido una
cierta fama cómo gente indeseable y de poco fiar. Se coló por los callejones
más oscuros e inhóspitos de la villa, sorteando a los habitantes que salían a
dar un paseo por hacer algo que no fuese lamentarse. Los que la veían tampoco
mostraban un interés por ella: tenían mejores coses que hacer que ver a una
pobre chiquilla raquítica, morena, de ropajes sucios y piel lisa que se
blanqueaba por todas esas zonas donde el sol no llegaba a penetrar. Después de
sortear a toda ésa gente y llegar a lo más alto del pueblo se apostó al lado de
un conjunto de piedras que aguantaban una enorme compuerta de madera. Era lo
que antaño había sido el pozo de Belléjar££. Ahora era un conjunto de piedras
que tapaban un abismo, del que advertía su peligro un cartel: PELIGRO, POZO SECO. Pero sólo era
aparentemente un pozo seco. Cuando empezó la sequía fue el abrevadero de
Belléjar el primero en recibir las consecuencias del desastre. Lo que no sabían
los habitantes era que el agua acumulada de las nevadas de hacía años aún se
encontraba bajo los límites del pozo, así que cuando Lucía, por desesperación
de sed, intentó sacar agua del pozo con su cubo aún no tan oxidado, se encontró
con su salvación. A partir de entonces venia al pueblo tres veces diarias a
recoger agua y llevarla de nuevo a su casa. Ése día no fue una excepción. Abrió
con cuidado la trampilla de madera podrida para que no la oyesen, ya que no
quería que todo el pueblo se enterase de su secreto. Luego cogió una larga
cuerda que tenia escondida entre unos hierbajos al pié de la construcción de
piedra y la ató al cubo y, a continuación, lo lanzó por el agujero. Se espero
unos instantes antes de que llegara al fondo y cuando oyó el golpe metálico,
volvió a coger la cuerda y tiró de ella. El pozo estaba medio vacío pero
parecía que aún había suficiente agua cómo para llenar hasta arriba el cubo
metálico oxidado. Después de sacarlo, desató rápidamente la cuerda, la dejó
escondida, cerró la trampilla y, con mucho cuidado, bajó por un saliente
imposible de subir pero fácil de descender que rodeaba el pueblo y la protegía
de ser vista con ése oro líquido en la mano. Caminó de nuevo los otros dos
quilómetros y medio de vuelta, sorteando las raíces muertas y las piedras que
entorpecían el camino.
Era mediodía cuando llegó a casa y no pudo estarse
de coger un poco de agua y bebérsela con una ansia voraz. Descansó poco tiempo.
Cogió el cubo y fue directa a la parte trasera de la choza. Allí vertió la
mitad del cubo al abrevadero de la vaca, la única que quedaba en todo el pueblo
y que podía disfrutar de agua y de la hierba seca y muerta del campo que
rodeaba la casa. Ya le pesaba menos per aun tubo que ir a la cocina y verter un
poco en un vaso para lavar los platos, otro poco para lavarse y otro poco para
ella y su madre que estaba quieta en su silla, mirando fijamente por la
ventana.
- Hola mamá- Dijo Lucía cuando salió de la cocina –
¿Como te encuentras hoy?- Le preguntó.
Ella no respondió, estaba totalmente inmersa en un sueño que la hacia quedarse
muerta en vida. Lucía se lamentó de que no la respondiera, así que se inclinó
hacia ella y le dio un vaso de agua. Su madre, se lo bebió con una calma
inmensa. Luego, Lucía, dejó el vaso sobre la mesita, cogió a su madre por el
brazo y la acompañó a la cama. La dejo tumbada entre la ventana cerrada y la
luz de una vela. Después, cogió de nuevo el cubo, salió de casa, recorrió el
camino del jardín sin muchas ganas, salió por la pequeña puerta del muro,
suspiró y, de nuevo, volvió a recorrer el camino que había entre su casa y el
pueblo de Belléjar, tan decadente, destrozado y, sobretodo, triste, no tan
diferente de cómo en esos momentos se encontraba Lucía: decadente, destrozada
y, sobretodo, triste.
Por la noche, cuándo ya había hecho el recorrido una
tercera vez y estaba comiendo unas pocas migajas de pan, las que le habían
sobrado después de dar de comer a su madre, oyó el estruendoso sonido del coche
de su padre. Paró al lado de la casa, en el campo seco y lo oyó gritar y maldecir cualquier cosa que veía.
Cuándo después de varios gritos, golpes y maldiciones llegó a la puerta, no se
lastimó ni en llamar. La abrió de golpe, dando un fuerte portazo en la pared
del rellano y, automáticamente, desplomándose en el suelo después de una larga
borrachera. Lucía no se molestó ni en llevarlo a la cama. Lo odiaba tan
profundamente que lo cogió por el brazo con furia y lo apartó de la entrada tan
solo para dejar libre la puerta para cerrarla. Y se quedó allí, mirándole
fijamente e identificando en él cada parte de su rostro en que ella también se
sentía identificada. Y le daba asco. Le daba asco parecerse a una persona tan
ruin, tan malévola que no le importaba ni su esposa prácticamente catatónica ni
su hija desdichada que ya no recordaba el significado de vivir.
Al día siguiente se levantó temprano, cómo cada día.
No comió nada. Se vistió directamente y se dirigió al umbral de la puerta. Su
padre seguía allí, tirado en el rellano. Había vomitado en el suelo y se
regocijabas sobre sus restos, mientras no paraba de babear. Abrió la puerta y
no pudo esperar a llegar al final del camino para suspirar. Una lagrima le cayó
por sus ojos y le costó reprimirse, porque estaba tan cansada y tan triste que
no podía casi ni soportar aquél dolor. Pero si lloraba, se cansaría y no podía
permitirse aquél lujo, así que cogió fuerzas de dónde no las había para
controlarse e hizo por primera vez durante aquél aquel día el camino hacia
Belléjar.
Cierto día llegó al pozo más tarde que de costumbre.
Ésa mañana su padre se había despertado temprano y de mal humor, y lo pagó con
una enorme bofetada que envolvió la cara de su hija, con la excusa de que ella
no había hecho otra cosa que holgazanear todo ese tiempo mientras que él
trabajaba y conseguía dinero para alimentar a su familia. Con la cara dolorida
e hinchada y con unas fuerzas escasas ató el cubo a la cuerda y lo tiró por la
trampilla. Durante el momento que dejó suspendida la cuerda, Lucía se percató
de una cosa que le hizo extrañarse en cierto modo. Entre las piedras que se
amontonaban para crear el pozo había un poco de tierra y, en la parte que daba
al interior del abrevadero vio con asombro algo que hacia tiempo que no veía: un
brote. Una pequeñísima mota verde que sobresalía de entre la piedra a la que ya
le salían unas pocas hojas. Lucía se quedó anonadada durante unos instantes
hasta que el sonido del viento sobre unos matojos hizo ponerla en alerta y,
rápidamente, hacer subir el cubo el cual ya no se llenaba por completo, sino un
poco por encima de la mitad.
Realizó el camino de vuelta con una aparente alegría
que hacia tiempo que no disfrutaba, aunque al llegar a casa esa alegría se vio
superada por la mirada perdida de su madre y los gritos y maldiciones de su
padre. Aquél día, antes de dormir, soñó que todo lo que le había ocurrido no
era mas que una ilusión, un sueño mas entre otros y, por primera vez desde que
tenia uso de razón, no sintió tristeza.
Y las semanas fueron transcurriendo lentamente. El
padre de Lucía estaba cada día mas agresivo y desahogaba su fracaso entre
gritos a su esposa y bofetadas a Lucía, que cada día tenia la cara mas hinchada
y colorada, hasta el punto de que su mejilla se volvió de un color púrpura
oscuro casi permanente. Cuándo Lucía iba al pozo cada mañana, mediodía y tarde
se quedaba un rato mirando ése brote que día a día iba creciendo más hasta que empezó
a salirle los primeros brotes que pronto pasarían a ser hermosas flores.
Recogió el cubo de agua y se dirigió directamente a casa, con su dosis de
alegría metida en el cuerpo, tan felizmente agraciada que no se dio cuenta de
que dentro del cubo el agua ya no llegaba ni a la mitad de éste. Al llegar, su
padre vio el cubo medio vacío y fue la perfecta excusa para propinarle una gran
paliza, que le rompió el labio y una costilla, aunque ella no se diese cuenta. Ninguno
de los golpes propiciados por el padre de Lucía tenían ninguna reacción por
parte de su madre, que ya no comía ni bebía y cada día estaba más débil. A la
mañana siguiente Lucía se despertó con el cuerpo inerte de su madre yaciendo en
el suelo, inmóvil, tan quieta que se diría que hacia tiempo que estaba allí. Se
la veía hermosa, y feliz.
El entierro fue rápido y sencillo. El padre de
Lucía, pero, no asistió. Durante todo el día desapareció entre bares,
prostíbulos y corredores de apuestas ilegales de peleas de perros, comunes ya
en el pueblo de Belléjar, donde perdió sus ahorros, el coche y la casa donde
vivía su hija. Mientras su padre prestaba atención a sus asuntos, Lucía siguió
haciendo el camino hacia el pueblo como cada día. Andaba despacio, dando tumbos
y tropezándose con las raíces del camino y recordando el tiempo que hacía que
no había visto a su madre ni hablarle ni tocarle, aunque fuese una sola
caricia. La veía dentro de su mente vacía, todo el día mirando por la ventana
sentada en su silla tan quieta, tan pálida y tan triste. Y empezó a sollozar.
Hizo todo el camino hacia Belléjar llorando, lamentándose de su desgracia. Al
llegar al pueblo ya no se escondió de miradas ajenas y tampoco pasó
inadvertida. Su presencia despertó a los más curiosos y su lamento tan
desgarrador hizo sentir afortunado a los más desdichados habitantes del pueblo.
Algunos curiosos la siguieron de lejos, viendo cómo subía la cuesta del pueblo
y torcía hacia un solar donde antaño había estado el antiguo pozo de Belléjar.
Lucía se tiró sobre las rocas y abrió la trampilla, cogió el cubo, lo ató a la
cuerda y lo arrolló al fondo. Al recogerlo vio que dentro del abrevadero ya no
quedaba agua, así que decidió mirar aquél brote que salía de entre las rocas. Y
todo a su alrededor paró. Se quedó quieta, inmóvil, al ver como aquella
pequeñísima mota verde de hacia unas semanas se había transformado en una
hermosa flor. Y se quedó ensimismada, y con el recuerdo de la plantita se
dirigió otra vez a su casa, sin coger el cubo y perdiendo la noción del tiempo.
Era por la mañana del siguiente día cuando Lucía regresó a casa. Al abrir la
puerta se encontró frente a frente con su padre, enorme, enfadado y borracho.
-¿Dónde estabas?- Preguntó el padre. A Lucía no le dio tiempo a responder. Sus
manos grandes la cogieron por el pelo y la tiraron contra la pared, que quedó
manchada con su sangre. - ¿Qué te crees que es esto?- dijo - ¿Crees que puedes
venir aquí cuando te plazca, cuando te de la gana? Vas muy equivocada pequeña-
Y dicho eso la cogió por el pelo y la llevó a su habitación, y durante dos
horas Lucía fue intimidada, insultada, golpeada y violada por su padre, sobre
la misma cama en la que años atrás su madre había sido intimidada, insultada,
golpeada y violada durante dos días. Nueve meses después nacería Lucía.
Cuando acabó, el padre de Lucía no dijo nada. Se
puso los pantalones, los zapatos, se colocó bien la camisa y se marchó. Y Lucía
permaneció allí, quieta, anonadada y catatónica. Tampoco dijo nada. Dentro de
su mente las cosas iban tan lentas que ni ella se daba cuenta de que pasaban
hasta que, cuando recobró el conocimiento, se encontró delante del pozo de
Belléjar, en pleno mediodía. Había recorrido todo el camino desde su casa sin
darse cuenta, como si alguna fuerza la hubiera traído hacia ese lugar. Y vio
aquella flor, tan hermosa, tan brillante. Se acercó al pozo para verla mejor.
Era como si aquella plantita la envolviera y quería sentirse como ella. Se
acercó más, justo al límite entre el muro y el abismo. Y quiso cogerla,
sostenerla tan solo por un instante. Pero cuando ya estaba a punto de cogerla,
una piedra sobre la que estaba apoyada cedió con su pesó y rápidamente se
abalanzó al abismo. Mientras descendía por aquél agujero vio el cielo sobre
ella, como se alejaba del mundo. Recordó toda su vida, sus desgracias, su pena
y su lástima, todas esas cosas que conocía tan bien y las que no conocía, como
la felicidad, el amor y la alegría. Y el tiempo se detuvo por un momento y
pensó: “Quizá sea lo mejor”, justo antes
de impactar contra el suelo.
Pero el cielo no se apagó. Seguía allí, tan
brillante, y pudo notar como una fuerza la empujaba hacia arriba. Y llovió.
Mientras se elevaba, el agua caía por su cara y su cuerpo inerte hasta que vio
unas sombras acercarse a ella.
- La vi mientras estaba en el borde- oyó. – Supongo
que fue la poca agua que quedaba que amortiguó el golpe-. Lucía oía esas voces
mientras la lluvia se impregnaba sobre su cara y la gente gritaba de ilusión, y
no pudo estarse de decir con un hilo de voz casi imperceptible: - ¿Estoy en el
cielo?- . No, estas en el mundo - Dijo
una de las sombras que se acercó a ella – Y hoy, al igual que nosotros, has
vuelto a nacer-. Y escuchando estas palabras Lucía se durmió, con una flor
brillante y hermosa entre sus manos y soñó que, cuando despertase, su mundo
seria, por primera vez, feliz.
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